La biblioteca del futuro no será como la conocemos
- Rudo Bibliotecario
- 24 jul
- 3 Min. de lectura
Por: Rudo Bibliotecario
Últimamente he estado pensando que tal vez el concepto de “biblioteca” nos está quedando chico. No por lo que fue —porque ha sido grande— sino por lo que pretende seguir siendo sin cuestionarse.
Nos encanta decir que es un espacio para el conocimiento, un pilar de la democracia, una mediadora entre el usuario y la información. Pero cuando uno se detiene a observar con honestidad, a ras de piso, a veces da la impresión de que hemos convertido ese templo en una especie de museo de lo que alguna vez funcionó.
No es un ataque, es una constatación. El modelo bibliotecario tradicional, tal como lo seguimos repitiendo en planes, congresos y discursos gremiales, parece cada vez más desfasado frente a un mundo que se mueve a velocidades de vértigo.
¿Acceso al conocimiento? Hoy eso ocurre en cualquier lugar con conexión a internet. ¿Organización de la información? Los algoritmos lo hacen en segundos. ¿Formación de usuarios? TikTok y YouTube ya nos llevan ventaja en alfabetización digital y narrativa visual. Entonces, ¿Cuál es nuestro rol?
La respuesta muchas veces se disfraza de grandilocuencia. Escuchamos frases como “la biblioteca es un espacio democrático”, “la biblioteca es un espacio seguro”, “somos mediadores del conocimiento”, “trabajamos desde una bibliotecología social”. Y aunque en el fondo hay buenas intenciones, el uso repetitivo, automático y a veces impostado de estos conceptos ha generado una peligrosa ilusión de sentido.
Porque una biblioteca no se vuelve democrática solo porque todos pueden entrar, si las decisiones se toman entre los mismos de siempre. Ni es segura si se convierte en un espacio hostil a la crítica o a la diferencia. Ni se media el conocimiento si se desprecia lo que viene de otros lenguajes, otras disciplinas o plataformas digitales.

También nos estamos enamorando de etiquetas que suenan disruptivas: “bibliotecología social”, “bibliotecas comunitarias”, “asociativismo bibliotecario”, “territorios de resistencia informativa”. Y sí, el lenguaje importa. Pero también puede convertirse en maquillaje. En muchos casos, estos términos sirven más para alimentar conferencias que para transformar realidades.
Se usan como slogans para justificar estructuras rígidas, centralizadas y muchas veces profundamente conservadoras. Hablamos de descolonizar saberes, pero seguimos rindiendo culto a los cánones gringos y europeos. Hablamos de comunidad, pero la comunidad no participa. Hablamos de redes, pero se aplauden entre los mismos. El discurso se volvió cómodo. Seguro. Repetible.
A esto se suma otra enfermedad silenciosa: la obsesión por el reconocimiento individual. El bibliotecario del año, el influencer de las bibliotecas, el que dio más webinars durante la pandemia. Premios, menciones, placas, diplomas, fotos con funcionarios. Lo que escasea no es el ego, es el trabajo estructural para fortalecer el papel del bibliotecario en políticas públicas, educación crítica, desarrollo de comunidades lectoras, derechos digitales. Hay más ansiedad por ser visibles que por ser útiles. Más hambre de reflector que de impacto.
Y como si todo esto fuera poco, seguimos aferrándonos con uñas y dientes al fetiche del libro físico. Al papel como símbolo de verdad. A la nostalgia como forma de resistencia. El libro se ha convertido en tótem: se acaricia, se huele, se reverencia, aunque esté obsoleto, aunque haya una versión más actual, más accesible y más útil en línea. Porque en esta liturgia bibliotecaria, lo digital aún se mira con desconfianza, como si fuera vulgar, efímero, indigno de preservación. En lugar de preguntarnos cómo transmitir conocimiento en múltiples formatos, seguimos debatiendo si la pasta blanda es menos digna que la dura.
Y entonces uno se pregunta: ¿Realmente queremos transformar el papel de la biblioteca y del bibliotecario en el siglo XXI, o solo queremos que nos aplaudan por intentarlo?
La biblioteca del futuro no será como la conocemos
Quizá el problema no es que el concepto de biblioteca esté en crisis. El problema es que no estamos dispuestos a reconocerlo. Preferimos repetir mantras, colgarnos medallas, armar comités de ética en lugar de conversaciones incómodas. Hablamos de usuarios, pero no los escuchamos. Hablamos de cambio, pero lo gestionamos con miedo. Hablamos de innovación, pero solo cuando no amenaza nuestra zona de confort.
Y sin embargo, sigo creyendo en las bibliotecas. Pero no como templos ni como museos. Las imagino como redes abiertas, móviles, experimentales. Como espacios para hackear el conocimiento, no para sacralizarlo. Como lugares donde el saber no se guarda, sino que se comparte, se cuestiona, se destruye y se vuelve a construir.
Pero para llegar ahí, necesitamos menos solemnidad y más autocrítica. Menos culto al bibliotecario héroe, y más acción colectiva real. Menos frases bonitas, y más decisiones incómodas.
Quizá la biblioteca del futuro no será como la conocemos. Y tal vez eso no sea una amenaza. Es una invitación.
Abrazo a todos mis colegas